La Catedral
Igual que para viajar de un lado a otro hay que partir de uno para llegar a otro, hablemos de "La Catedral de Salisbury, vista desde el jardín del palacio arzobispal" (1828), de John Constable, para llegar a "La Catedral de Bogotá" (2014), de Alfonso Bonilla. Toda catedral es una cruz: técnica, simbólica y espiritualmente; "lo espiritual" se refiere a la trascendencia práctica del "símbolo", ese que se plasma de muchas maneras, con una u otra "técnica", ya sea santiguándonos, ya sea levantando (piedra a piedra, siglo a siglo), eternidades con forma de catedral. La de Constable no es solamente una cruz: es "presencia de Dios sobre la tierra", ya que Constable hace, de la luz del sol que baña la catedral, la divinidad misma de la humana construcción; nos hace pensar en el Cristo de Velázquez, en la luz que Jesús crucificado nos concede, una luz santa, "de dentro afuera"... Dámaso Alonso, en su bello poema "Monstruos", nos dejó un verso atroz: "bajo la terrible tiniebla de la luz solar" (engañosa dádiva que, pareciendo que nos ayuda a ver, nos ciega). Como la luz del Cristo de Velázquez no es luz solar, sino divina, su luz "deviene" verdadera entre "la luz que parece luz pero que sólo es tiniebla", como la que baña la catedral de Constable, a pesar del giro semántico de divinidad que el romántico artista, sí, le supo dar. Y llegamos. Émulo de Paul Celan en su poema "Habla también tú" (por no rendirse ante lo supuestamente inefable de la realidad última, esa que la tenebrosa luz del sol nos arrebata), Alfonso Bonilla logra algo pasmoso, extraordinario: despojar a la realidad de su apariencia y presentarla, paradójicamente, desnuda de sí misma, yendo más allá del sobreponernos, con luz divina o divinizada, a la engañosa luz del mundo. Meditemos sobre esto: despojar a la realidad de su apariencia y presentarla, paradójicamente, desnuda de sí misma, yendo más allá de la luz, divinizada por Constable, que baña la Catedral de Salisbury; yendo, incluso, más allá de la divina luz del Cristo de Velázquez... Bonilla es el poético desleimiento del color; el aparente no-cuestionamiento de cada contorno; y ("lo anterior mediante") la descripción de la vida humana como "espíritu más que como cuerpo"... Así, muestra la realidad "tal cual es, sin tiniebla": lo divino y lo mundano como dos dimensiones "hechas una", indistinguibles de tan completamente imbricadas; por lo tanto, absolutamente comprometidas entre sí; y de tal manera, que el sentido de todas y cada una de nuestras vidas no es sino evidente al cien por cien. ¿Cómo? En tanto que somos destinatarios, depositarios del Amor de Dios, somos por lo tanto (pues Dios es Amor) destinatarios y depositarios de la presencia y de la consciencia divinas (además de "las nuestras humanas"); por eso se comprende que no sólo somos responsables de nosotros mismos por cuanto hagamos o dejemos de hacer, sino que somos responsables de la divinidad que Dios, a todos, nos concede y nos destina, y de la que nos hace, a todos, depositarios (pues todos somos "a su imagen y semejanza", otra cosa es la Gracia); por eso, "es virtud" que nos desenvolvamos coherentemente con la divinidad de Dios "en nosotros" (que es el significado del nombre Emanuel); y por todo lo anterior, el pecado "es lo que es" (y que la penitencia vaya, proverbial e inexorablemente, en él). El modo singular en que Bonilla "eleva la realidad a la categoría de Arte" le sitúa -como si fuera "El caminante sobre el mar de nubes" (1818), de Caspar David Friedrich- frente al abismo que limita la capacidad de expresión humana; no porque la limite, sino porque es (hoy, ahora) su última frontera... Ante eso, y al menos por mi parte, no cabe palabra alguna que añadir, o quizá tres, aunque paradójicamente sean tres y, sin embargo, ninguna: contemplar en silencio... Javier López @lajirafaquearde